El Idioma Calviño
por
Martín Caparrós
No sé cómo decirlo.
Yo quería hacer esto. Yo quería encontrar un idioma para contar esta ciudad –que el tango no cantó ni cuenta. No sé cómo se lo encuentra; sé, demasiado, cómo se lo busca. Supongo que Rafael Calviño lo buscó; supongo que, además, la Ciudad se lo impuso de algún modo. Calviño se había pasado unos años mirando fotos, ordenando fotos; de pronto, casi sin querer, tuvo que volver a mirar lo que las fotos ¿retrataban? Calviño volvió a la calle cuando la calle volvió: el Año de la Calle. Cuando la calle –la Ciudad– se nos hizo obsesión. Cuando muchos quisimos contarla, y no encontramos cómo. Después, algunos renunciamos; Calviño se quedó –en la calle.
En esos años que parecían sin retorno hubo, desde luego, catarata de imágenes. Pero esas imágenes eran –casi todas– registros de lo visible: personas degradadas, personas degradando, choques. En esos años nos acostumbramos a conmiserarnos, a creernos la cima del espanto –con un dejo de orgullo: ya que no somos los mejores, seamos por lo menos los peores. Y ese orgullo del espanto –y también el espanto– nos obligaron a mostrar la obviedad de lo horrible, chicos hambreados, el desespero de sus madres y padres, la miseria. Debe ser útil pero habla sin decir, o sea: es periodismo.
La Ciudad, al fondo, se reía de esas imágenes que apenas la rozaban. Y después volvió a vestirse con ropitas brishosas, a hacer como si nada. Sabe engañar: engaña a muchos, a muy pocos no. La Ciudad dice y calla y dice y calla mucho –y muy pocos dieron con la forma de escucharla. Calviño dio.
De vez en cuando, muy de vez en cuando, alguien da con un lenguaje. Calviño dio. Y yo, que no sé cómo decirlo, lo escuché –o toqué o ví. El que oye o ve o toca o sufre otro idioma no lo entiende enseguida: puede creer, primero, que oye o ve o etcétera lo que ya conocía. Después de a poco aparece la extrañeza, se vuelve extrañamiento: era otro. Y entonces el rechazo o la decisión de gozosamente aprender el nuevo idioma. A mí me pasó con estas fotos de Calviño. Y ahora no sé cómo decirlo.
Pistas: primero la extrañeza de ver tan pocas personas o verlas muy chiquitas o verlas, si acaso, como si fueran de otro tiempo. De ver cómo todo aparece mediado, del otro lado de algo que a veces son vidrios, otras sombras, otras barreras, andamios, rejas, obstáculos diversos. La primera sospecha bien fundada: el espacio en el que estamos está siempre un poco más allá. La Ciudad nos rodea y nos escapa.
Las imágenes funcionan, como la vida, por acumulación: por acumulación van diciéndote su idioma. Y entonces, de pronto, entender algo: que la Ciudad es una sensación que existe más allá de nosotros, los que la sentimos. Reflejos se interponen, la bandera, restos materiales. El espanto, el alivio, el placer de ver en imágenes una sensación. La materia de una sensación: eso es lo que el idioma Calviño nos ofrece.
Y entonces se despliega en personas antiguas, personas pequeñas, planos grandes, los vidrios masticados, el plástico hecho goma, cemento desarmado, cáscaras cascadas, superficies tan hondas, telas en blanco, colores como negros, sombras que asombran y no precisan precisiones. Trabas, planos que perdieron el volumen, todo cayendo –con una sobriedad aterradora. Despiadado pero no miserable: cólera y la tristeza, formas que nos hunden pero también explican, no una queja sino melancolía. Y la Ciudad vuelve a ser la capital de un imperio que nunca existió: el imperio de los sentidos que consigue imponernos.
No sé cómo decirlo. El fue el que supo.